Somos una Diócesis fronteriza, foco de atracción migratoria y lugar de paso.

Mosaico de la realidad nacional, que refleja la penuria económica del país y la riqueza de sus múltiples expresiones culturales y religiosas.

Una Iglesia que peregrina en el desierto. En un “desierto” en el que se pierden las seguridades y entran en crisis los valores, las tradiciones y las instituciones. Donde particularmente la familia se ve severamente afectada por el ambiente que se ha ido creando al correr de los años.

Un “desierto” en el que cada día crecen y se agravan las necesidades básicas como la educación, la salud, los servicios más elementales. Donde, si bien hay una constante oferta de trabajo, los salarios resultan insuficientes para la sobrevivencia

Por tanto, somos una Iglesia que asume “en el nombre del Señor” el desafío de evangelizar esta realidad ofreciendo al Señor lo mejor de sí misma: Un presbiterio que lucha por permanecer unido fraternalmente y ser testimonio de entrega en el trabajo pastoral. 

Una rica presencia de vida consagrada masculina y femenina, que despliega ejemplarmente la vivencia de los diversos carismas en numerosos campos de la evangelización.

Un laicado participativo y comprometido, tanto en movimientos y organizaciones como en diversos ministerios eclesiales y en su propio ambiente, aunque aún sea necesaria una mayor coordinación y proyección social de toda esta riqueza.

Somos una Iglesia que difunde su acción evangelizadora desde una infraestructura pastoral que, si bien se ve rebasada por el acelerado crecimiento de la ciudad, busca ser cada vez más eficiente para responder a las tareas fundamentales de la evangelización: la pastoral litúrgica, la pastoral profética y la pastoral social.